Dos francotiradores disparan sobre la realidad
A Gerardo Chijona le gusta ir con los tiempos: hoy es más cínico que ayer.
Una película como Los buenos demonios, municionada por un libreto de otro francotirador, el desaparecido Daniel Díaz Torres, porta los sellos de esa determinación, aunque no sea premeditada.
“Siempre he tenido fama de ser muy cínico y quizá ahora estoy un poquito más porque de pronto el contexto influye”, admitió Chijona (La Habana, 1949) durante una rueda de prensa por el estreno del film, un proyecto de Díaz Torres que su familia y amigos del ICAIC reflotaron cinco años después de su muerte en 2013 como un acto de última voluntad.
Francotirador no. 1
Daniel Díaz Torres (La Habana, 1948) es el autor de Alicia en el pueblo de Maravillas, una sátira que exhibida solo por 72 horas en los duros 90 hizo de las salas cinematográficas polvorines ideológicos a punto de estallar.
Muchos percibieron, empezando por el pensamiento oficial, una parábola sobre la verticalización de la sociedad, contada en clave de comedia surrealista.
La película, que como ninguna otra desató un tempestuoso desencuentro entre el Estado y el cine (por extensión, entre el poder y el arte) es “probablemente el filme cubano peor discutido en toda la historia del cine nacional, y una de las pocas producciones del ICAIC que aún no ha conseguido un ciclo normal de exhibición”, estimó el crítico Juan García Borrero.
De muchas maneras, ese espíritu indagatorio sobre el absurdo social y los conflictos de una sociedad mutante, paradójica y defectuosa no abandonó nunca a Díaz Torres, lo cual se transpira en Los buenos demonios.
Francotirador no. 2
“Siento que [con la película] nos estamos metiendo en una zona invisible de la realidad cubana, de la que no se habla abiertamente, pero está ahí, y tenemos que convivir con ella, nos guste o no, que es la pérdida de valores espirituales”, resume Chijona, un graduado de Lengua y literatura inglesas que comenzó su carrera en el celuloide haciendo documentales en los años 80.
Uno de ellos, Ella vendía coquitos, de 1986, ya avanzaba el interés del cineasta por olfatear los problemas sociales en una Cuba que en el presente se añora por económicamente exitosa, al menos en las grandes ciudades y para las demandas de entonces.
Evadiendo casillas
Los buenos demonios, que parte de una novela del cubano Alejandro Hernández, no es una comedia, no es un policíaco, no es un noir, ni tampoco un thriller psicológico o un melodrama o un suspenso.
¿Entonces… qué es?
Tal vez un drama a manera de mostrador con personajes problematizados en la Cuba de hoy con enfoques y estrategias existenciales encontradas.
Chijona lo resume así: “Es una reflexión sobre la moral, sin tomar partido por nadie, sin juzgar a nadie”.
Para esa hoja de ruta, el director de Perfecto amor equivocado, Un paraíso bajo las estrellas y Boleto al paraíso, entre otras, buscó la brújula en un clásico del cine francés: La regla de juego, de Jean Renoir, “donde cada cual tiene sus razones y como yo no soy ni policía, ni juez, ni cura; no tomo en mis películas partido por nadie, ni juzgo a nadie”.
Pero esa reflexión, para nada sermoneada en Chijona, se tensa hasta la perplejidad, porque una de las líneas argumentales de la película pasa por una serie de crímenes que están asépticamente narrados: no hay detalles horrorosos, ni implicaciones éticas y psicológicas, ni consecuencias punitivas. En dos palabras, no hay una gota de sangre en todo el set.
La mano de Hollywood, la sombra de Brecht
En la ciudad de Los Ángeles, un experimentado productor de Hollywood que se involucró en la película alertó a Chijona de un creciente peligro dramatúrgico.
“Aquí hay un problema con el final que tenemos que resolver” –le advirtió– “porque va a haber demasiado distanciamiento que hará que el público se identifique con el protagonista, y el guion está escrito de una manera que a veces uno se olvida de que él mata”.
De resultas, muy probablemente lo menos importante para el espectador es que haya un asesino serial al volante de un taxi, que despacha al otro mundo –sin insomnio, ni tic nervioso, ni remordimientos– a más de un cliente con tal de robarle un fajo de billetes.
Chijona puede responder a ese desconcierto y hasta defenderse de una subtrama que casi exculpa al homicida: “En mis tiempos de crítico de cine, esta sería una película brechtiana, porque está contada desde la distancia, la frialdad y la austeridad”.
La idea, tanto de Díaz Torres como de Chijona, es que hubiera un subtexto que no calificara moralmente la acción criminal, de la que los personajes no están enterados, ni tampoco sospechan, en un juego de apariencia-realidad.
“El mal puede convivir con el bien, cuando la gente no quiere ver la realidad que tienen delante de sus narices”, recuerda el director citando a Bergman en su libro autobiográfico Imágenes.
Añádase que la puesta no es un melodrama. Prescinde de música, salvo el violín esporádico de uno de los personajes y algunos pasajes operísticos, además del tema compuesto por Edesio Alejandro para acompañar los créditos finales.
Otra vez, una monumental Isabel Santos, médico de familia y madre del asesino, que defiende una visión decente y responsable de la vida, y un Carlos Enrique Almirante intachable en su cínica candidez –leyó el clásico de Capote para entender su personaje que remite a la banalidad del mal codificada por Hannah Arendt– sostienen, admirables, los pivotes de la trama, al igual que el resto del elenco escogido por el director, donde grandes de la escena apenas dispensan bocadillos solo por estar en este film homenaje que estuvo a punto de zozobrar un par de veces.
El cine y las trampas del tiempo
Cercano a sus 70 años, Gerardo Chijona ya proyecta su siguiente película. Una comedia negra que cruza el amor y la muerte.
“Es una locura”, avisa y al igual que con el resto de su filmografía, aspira que no se marchite por la contaminación de la coyuntura.
“Siempre me he centrado en la condición humana de los personajes”, insiste el autor de Adorables mentiras, salida en medio de la resaca de Alicia… e igualmente bajo fuego de los funcionarios ideológicos de entonces.
Escrita en 1989 por Senel Paz, Adorables… atacaba un tema universal. La necesidad de ser aceptado por los demás, aun cuando tal empeño implique la deshonestidad de la mentira.
De paso, el film “metía en el mismo saco la doble moral, la corrupción, la prostitución, la pérdida de valores”, fenómenos que se exacerbarían con la crisis de los 90.
Poco más tarde, cuando la película se proyectó en La semana de la crítica, del festival de Cannes, Chijona leyó el dossier con estupor.
Calificaba la cinta como el primer film post revolucionario del cine cubano.
“Cuando cogí el avión en La Habana todavía existía la Revolución Cubana. ¿Qué pasó mientras estaba en el aire?”, comentó con sorna a los organizadores del evento francés.
Para Chijona, si su película era eso que establecían los críticos europeos, entonces estaba frente a un fracaso, “porque si es un panfleto político, cuando pase la coyuntura se acabó la película”.
Muchos años después, viendo Adorables mentiras en la televisión pudo constatar, para su paz intelectual, la actualidad sobreviviente del filme.
“La película sigue ahí poniendo el dedo en la llaga, desde el humor siempre”, apreció Chijona, esperando que Los buenos demonios corra pareja suerte al cabo de los tiempos.
Medio de Prensa: OnCuba
Fecha de publicación: 5 de febrero de 2018
Autor: Ángel Marqués Dolz